«Roja». «Facha». «Vendida». «Entregada al poder». «Puta». «Hija de la grandísima puta». «Cállate zorra». «No tienes ni puta idea de hacer entrevistas, en una esquina serías mucho más eficiente». «Cerda». «Deberían degollarte las tropas moras de Franco». «Solicito permiso para meterte en un campo de concentración en el ala de violadores inmigrantes».
Hace tres o cuatro años que comencé a usar Twi-tter. No recuerdo la fecha exacta, pero sí que dos amigos de TVE me abrieron la cuenta y me animaron a usarla. No tardé mucho en engancharme e incorporar esta herramienta a mi trabajo. La verdad es que desde el principio entendí cuál era la regla fundamental: que no había reglas.

Así que un día festivo, aprovechando que no trabajas y que esas amenazas e insultos han ido a más, decides ir a una comisaría y denunciarlo. Y ahí se queda el tema. Te olvidas y sigues a lo tuyo. No eres la primera persona a la que le ocurre ni serás la última. Meses después te llega a casa una carta certificada donde te comunican que la justicia ha decidido que «puta» no es un insulto y que pedir que te corten el cuello no es una amenaza. Y no te queda otra que aceptar. Si se aceptara cada denuncia como esta colapsaríamos aún más los tribunales. Al fin y al cabo, es Twitter. Por la calle nadie te ha dicho nunca semejante cosa. Así que sigues a lo tuyo.
Y hace dos días escuchas al ministro del Interior decir que hay que investigar Twitter porque es un lugar donde se insulta y amenaza. Y lees que detienen a un joven por insultar e «incitar a la violencia en las redes sociales». Debe ser que el ministro se acaba de abrir una cuenta en la red. Y por eso no ha podido leer cosas anteriores contra Pilar Manjón, Irene Villa y mucha otra gente. Es posible. O debe ser que no todos somos iguales.
ANA PASTOR
Publicado en "El Periódico de Catalunya" - 17/5/14
Volcado de pantalla publicado en "Discrepancia absoluta".
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