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domingo, 5 de enero de 2014

Bigote y Minifalda

Hace 27 años que vivo en Barcelona. Por lo que siempre me han dicho que soy catalán y español. O español y catalán, según el prisma. Algunos tiran hacia el europeísmo e incluso al concepto “ciudadano del mundo”, pero me suena a argumento adolescente, a “todos hermanos”. No les falta razón, desde luego. Amigos tengo, pero tampoco quiero tantos.
El concepto “ser” siempre provoca controversia. Se incluye en aquella comunión de preguntas trascendentales de: “¿Quién soy?, ¿A dónde voy? ¿Por qué existo?...”, por lo que me inquieta especialmente que alguien me responda la primera cuestión. Agradezco el interés, pero permítanme ser dueño de mí mismo.
 
Soy humano, ciudadano del mundo, europeo, español y catalán, sí. Y del Barça. Pero me siento catalán. Disculpen. Es así. Administrativamente mi DNI me ha relacionado con España, y no es que me avergüence ni maldiga por ello, pero simplemente no acabo de estar cómodo diciendo aquello de “soy español”. Creo que tengo derecho a poder decirlo sin que nadie se enfade conmigo. No voy contra nadie. Solo intento ser coherente conmigo mismo. Y lo digo con una madre soriana a la que adoro y con media familia en Sevilla. Les sigo queriendo, por cierto.
 
A veces pienso que la relación de España con Catalunya es como una agria historia de amor. Como una historia condenada al fracaso por los distintos ritmos y colores de sus protagonistas. España sería el prototipo masculino educado en blanco y negro, un personaje crecido en una realidad hombría que ve en su pareja el rostro del deber y la tradición. El de la mujer de inicios del siglo XX. Catalunya, femenina, recrea la idea de la modernidad, de la búsqueda de nuevos horizontes, de la ilusión, de la pasión, y por qué no decirlo, de la reivindicación. Catalunya lleva minifalda y se siente bien. Dos épocas en un mismo coche.
Y no me refiero a la histórica sensación de superioridad catalana que invita a la soberbia y tanto enerva a España. Catalunya no es más lista. Ni más guapa. Catalunya, simplemente, quiere encontrarse y volar. Se siente preparada para ello y asume el riesgo. La soledad de la separación no le asusta, le atrae.
 
Pero no es cuestión de negar la historia y ennegrecer una relación centenaria. Sí, ha habido sus más y sus menos, e incluso los catalanes votaron en masa (90%) a favor de la Constitución española de 1978, pero también es una realidad que poco o nada queda ya de aquel sentimiento de unidad arraigado por un contexto de transición nacional. Aquella fue la última vez que Catalunya creyó en salvar su relación con España.
Más de 30 años después, Catalunya no aguanta más. Hastiada, lo sabe y se lo explica a su compañero de viaje. Pero nada, no hay manera de entenderse. La puerta sigue cerrada. “No hay nada de qué hablar”, dicen en la capital. Como si la Constitución fuera un contrato matrimonial indisoluble que impide a uno tomar sus propias decisiones y únicamente fuera modificable tras un golpe de estado o una Guerra Civil. Coherencia añeja.
 
Impedir el proceso consultorio a la sociedad catalana en nombre de la democracia es propio de los maridos enfermizos que impiden salir por la noche a sus mujeres y novias en nombre del amor. No hay nada más tentador que cualquier prohibición, ni nada más absurdo que hablar con quien no quiere escuchar. España no ha sabido modelar el sentimiento efervescente catalán, y ante la negligencia e incapacidad de su estamento político, pretende apagar la pasión catalana con amenazas, impedimentos y negaciones. A lo macho alfa. Muy español.
 
España quiere a Catalunya, sí. Pero por miedo e inseguridad. Y si Catalunya no le corresponde, aún está a tiempo de sacar los tanques como ya dijeron algunos elementos mesetarios tiempo atrás. Esto no es una relación, es una obligación. O no. Ya ni lo sé. Simplemente lo siento así. Sí, humanamente tienen razón los de “Soy del mundo”. Catalán o español, creo que existimos para reproducirnos los más felizmente posible. Pero con el mismo argumento pregúntense por qué los Reyes traen regalos en su casa para su familia lejana y no para sus vecinos. Sentimiento de pertenencia, supongo.
 
Solo déjenme escoger lo que siento. Déjenme escoger lo que soy. A mí, y a todos aquellos que quieren que Catalunya siga siendo España. Ellos, nosotros, tenemos derecho a decidir. Sin amenazas ni objeciones. Libres y demócratas. Españoles y catalanes.
 
BERNAT COLL - Periodista deportivo.
Publicado en "La Voz Libre" - 13/12/13
 
Nota: El artículo es un poco antiguo, pero me ha hecho gracia la comparación entre minifalda y bigote, vamos que acabaremos estornudando porque nos resfriemos o porque se nos metan en la nariz los pelos del bigote; pero estornudar, estornudamos seguro y en ambos lados.

1 comentario:

Xarnego pero catalán dijo...

En otras palabras, que Cataluña atrae e ilusiona y España (la España del PP) aburre y se mancha la cara de espuma cuando toma el café.

Entre la ciudadanía, que es quien promueve este proceso, hay una creencia muy arraigada: con España sabemos el futuro que nos espera, solos no; puede ser igual de malo o mejor y si es malo, mejor solos que mal acompañados. Ante esto, pocas cosas más quedan por hablar.
Esto es precisamente lo que no han entendido en la Capital, contra los sentimientos de hastío o de falta de cariño, no hay nada a hacer. Se tienen o no se tienen y nunca se pueden imponer.