Nos hemos enterado este jueves en el Congreso de los Diputados de que, en el primer año de Gobierno de Mariano Rajoy, los ricos españoles despistaron 170.000 millones de euros hacia el extranjero. Da que pensar.
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Sucedió al inicio de la Guerra Civil, cuando las grandes fortunas por una parte subvencionaron el alzamiento y por otra se refugiaron en Suiza, previendo su neutralidad ante la inminencia de una nueva gran guerra europea y fiándose poco de Franco. A Rajoy le ha pasado lo mismo que a Franco, cosa que, seguramente, en su fuero político interno, adula a nuestro amado presidente y le pone cachondo de yugos y flechas.
Se ha votado esta semana en el Congreso de los Diputados si quitarle o no quitarle los privilegios a las Sicav, esos instrumentos financieros que permiten a las grandes fortunas cotizar únicamente al 1%. Ha salido que no, claro. Se fugarían los capitales si no cuidáramos entre algodones a los especuladores y a los chorizos high standing, dice el PP. En primer lugar, y eso ya lo escuchó el presidente en sede parlamentaria, los capitales choriceros se fugan igual. En segundo lugar, como ciudadano, a mí no me importa demasiado que se fuguen los capitales.
Este año, las empresas del Ibex han ganado más de 17.000 millones, y, sin embargo, han despedido a 121.000 empleados. Echando cuentas a lo bruto, que es como un hombre honrado echa las cuentas, nuestras doctas empresas se han embolsado 140.500 euros de beneficio por cada trabajador al que han arrojado al hambre y a la calle y a esta cotidaneidad inframundista. Me parece un dato que nos llama gilipollas, por mucho que los datos sean refractarios a adjetivar. Y lo vuelvo a decir. Si se nos fuga el capital, a lo mejor volvemos a calentar las mesas camillas con los antiguos infiernillos, pero seguramente viviremos y moriremos mejor.

Yo creo que se puede mejorar el plan del país. Que se fugue el dinero y que se quede aquí la dignidad. Eso es todo lo que deben saber los poetas justos y hambrientos de este mundo, que diría Keats en Wall Street o en nuestro Palacio de la Bolsa. Aunque Keats no se entera, dicen los que no han leído a Keats. O sea, nuestros analfabetos e implacables oligarcas. Pero no nos sobremos los pobres, que tampoco hemos leído jamás a Keats. Si lo hubiéramos leído, la belleza sería verdad y la verdad belleza. Y no tendríamos más que saber en este mundo. Y menos de esa gente.
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